jueves, 19 de junio de 2008

Tres semanas en Vancouver

Ya hace unos cuantos días de la vuelta a casa, y sigo echándola de menos (la ciudad, no la estancia en sí misma, que quede claro). Al fin y al cabo, si algo me ha enseñado el último mes es que tengo la capacidad de transformar una situación de entrada no muy apetecible en una experiencia estupenda que siempre guardaré con cariño en mi memoria. Y eso, en gran medida, se debe al fantástico escenario que es Vancouver.

La ciudad entera es tan impredecible y sorprendente como su clima, que te lleva a transportar contigo varias capas de ropa, paraguas, sandalias y bufanda. Todo ello se usa a lo largo de cada jornada.

Pero nada de eso importa ni a los visitantes ni a los nativos de este rincón de Canadá. Cada calle es única, cada barrio tiene una personalidad propia y distinta a los demás, y hay que descubrirlos ya sea con un sol de justicia o lloviendo a mares.

¿Vancouver en dos palabras? Luz. Agua.

Te sientes rodeado por ellas en todo momento y todo se ve afectado por ellas. La luz en esta zona es increíblemente intensa y potente. Mi humor definitivamente notaba los cambios de luz. E inevitablemente notaba la presencia permanente del agua, ya fuera en forma de lluvia, mar o cascada. Hay algo único en el paisaje de esta ciudad, en poder contemplar de un sólo vistazo el edificio más moderno, el océano más azul y la montaña más blanca.

Sé que una de las cosas que más va a costarme a mi vuelta será vivir lejos del agua. Cada uno de los lugares en los que me he encontrado a lo largo de este año mantienen una relación estrechísima con el mar. Vancouver es el mejor ejemplo. El mar es uno de los elementos más importantes, visibles y presentes en la ciudad. Y eso se nota. Mucho.